Las Costumbres De Alcolea Eran Españolas Puras Es Decir De Un Absurdo Completo

Se encontraba empleado en unas bodegas, y concluía a aquella hora el trabajo. Pepinito era un hombre petulante; sin saber nada, tenía la pedantería de un catedrático. En el momento en que explicaba algo bajaba los párpados, con aire de suficiencia tal, que a Andrés le daban ganas de extrangularle.

Era hombre rico y orgulloso, que se creía digno de todo. A la enferma la visitaba Sánchez; pero aquel día, al llamarle por la mañana temprano, afirmaron en la casa del médico que no se encontraba; se había ido a los toros de Baeza. La comparación entre ambas especificaciones da una aceptable exhibe de la «torna de partido» del autor frente a sus individuos, hija de 12 o trece años, no era tan desagradable como su padre ni tan bonita como su madre. Por las tardes, después de las horas de bochorno, se sentaba en el patio a hablar con la multitud de casa. La patrona era una mujer morocha de tez blanca, de cara prácticamente perfecta; tenía un tipo de Dolorosa; ojos muy negros y pelo brillante como el azabache. Hacía un calor horrible, todo el campo parecía quemado, calcinado; el cielo plomizo, con reflejos de cobre, alumbraba los polvorientos viñedos, y el sol se ponía tras de un velo espeso de calina, a través del cual quedaba transformado en un disco blanquecino y sin brillo.

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Ahora deseaba dejar este país, miserable y retrasado; por fortuna, al día siguiente estaría en Gibraltar, camino de América. Pero, recordemos, “El árbol de la ciencia” es un libro incómodo, por su pesimismo y por su nada lejana verdad. Indudablemente no sea apto para la muelle existencia que pretendemos inculcar en nuestros futuros ciudadanos. Da igual que ese sea otro paso más hacia el completo analfabetismo. Los rebaños ovinos se conducen bastante superior que los fieramente humanos.

La mañana comenzaba a sonreír en el cielo; el sol relucía en los viñedos y en los olivares; las parejas de mulas iban a la labranza, y los campesinos, de negro, montados en las ancas de los borricos, les seguían. Tras vaciarse el líquido, Andrés pudo sondar la vejiga, y la enferma comenzó a respirar de manera fácil. La temperatura subió en seguida sobre lo normal. Los síntomas de la uremia iban desapareciendo Andrés logró que le dieran leche a la muchacha, que quedó tranquila. El molinero, iracundo, comenzó a insultar a los médicos.

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Procuró también una investigación poco humano y trajo de Madrid y empezó a leer un libro de astronomía, La guía del cielo, de Klein pero le faltaba la base de las matemáticas y pensó que no tenía fuerza en el cerebro para controlar esto. El que sí le era antipático e insoportable era un jovencito, hijo de un usurero que en Alcolea pasaba por un pródigo, y que iba con frecuencia al casino. Este joven, letrado, había leído ciertas revistas francesas retrógradas, y se creía en el centro de todo el mundo. Don Blas le invitó a Hurtado a proceder a su casa y le mostró su biblioteca con múltiples armarios llenos de libros españoles y latinos.

El manjar más insípido, si se lo daban diciendo que se encontraba hecho con una receta vieja y que figuraba en La Lozana Andaluza\’, le parecía fantástico. De los portales se veía el zaguán con un zócalo azul y el suelo empedrado de piedrecitas, formando dibujos. Algunas calles perdidas, con grandes paredones de color de tierra, puertas enormes y ventanas pequeñas, parecían de un pueblo moro. En uno de esos patios vio Andrés varios hombres y mujeres de luto rezando. Después de comer, Andrés y los tres viajantes fueron a tomar café al casino. Hacía en la calle un calor espantoso; el aire venía en ráfagas secas como salidas de un horno.

Si fuéramos un país serio, libros como “El árbol de la ciencia” formarían una parte de un canon literario de obligada lectura en las escuelas. Es una pieza maestra de la narrativa contemporánea, una clara evolución de la escuela que dio maestros geniales como Galdós, Tolstoi, Dickens o Balzac. En Baroja hay una exclusiva manera de narrar, mucho más moderna, a trompicones, como comprendía el escritor que funcionaba la vida. Indique exactamente en qué parte de la obra se localiza este fragmento, comente brevemente de qué forma se refleja en el artículo la situación cultural de la época y describa de modo sucinto algún episodio de la vida de Andrés en Alcolea . Ella no podía comprender que Hurtado afirmase que era mayor delito hurtar a la comunidad, al Ayuntamiento, al Estado, que robar a un especial…En Alcolea, prácticamente todos los ricos defraudaban a Hacienda, y no se les tenía por ladrones”. El tema apasionó al pueblo; se hicieron una porción de pruebas; se estudiaron las huellas frescas de sangre de la badila y se vio no coincidían con los dedos del prendero; se realizó que un empleado de la prisión, amigo de el, le emborrachara y le sonsacara.

Afines A Antología El Árbol De La Ciencia

El hombrecito negro sacó una suerte de túnica amarillenta, se envolvió en ella, se puso un pañuelo en la cabeza y se tendió a reposar. El monótono golpeteo del tren acompañaba el soliloquio interior de Andrés; se vieron a lo lejos múltiples veces las luces de La capital española en medio del campo, pasaron tres o 4 estaciones desiertas y entró el revisor. Andrés sacó su billete, el joven prominente hizo lo mismo, y el hombrecillo, después de quitarse su balandrán, se registró los bolsillos y mostró un billete y un papel. El hombre bajo, vestido de negro, le logró exactamente la misma advertencia de que allí no se fumaba. Más allá de que el viaje lo hacía de noche, Andrés supuso que sería bastante molesto ir en tercera, y tomó un billete de primera clase.

Al saberlo Andrés fue a conocer al juez y le solicitó nombrara a don Tomás Solana, el otro médico, como árbitro para presenciar la autopsia, por si las moscas había divergencia entre el dictamen de Sánchez y el suyo. Al bajar a la prendería Hurtado y el juez, la mujer del tío Garrota había muerto. Hurtado se embozó en la cubierta, y de prisa, acompañado del chico, llegó a una calle extraviada, cerca de una posada de arrieros que se llamaba el Parador de la Cruz. Se encontró con una mujer privada de sentido, y asistida por unos cuantos vecinos que formaban un grupo alrededor de ella.

El tío Garrota confesó su participación en las muertes del Pollo y del Cañamero; pero aseveró varias veces entre furiosos juramentos que no y que no. No tenía nada que ver en la desaparición de su mujer, y aunque le condenaran por decir que no y le salvaran por decir que sí, diría que no, porque esa era la verdad. La mismo mujer, en la agonía, había repetido el nombre del marido señalando quién era su torero. El juez, por la tarde fue a conocer al tío Garrota a la cárcel, y dijo que empezaba a opinar que el prendero no había matado a su mujer. La opinión popular deseaba suponer que Garrota era un criminal. Por la noche el doctor Sánchez aseguró en el casino que era indudable que el tío Garrota había tirado por la ventana a su mujer y que el juez y Hurtado tendían a salvarle, Dios sabe por qué; pero que en la autopsia aparecería la realidad.

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El otoño todavía parecía verano; era costumbre dormir la siesta. Estas horas de siesta se le hacían a Hurtado pesadas, horripilantes. Por la mañana hacía su visita; después volvía a casa y tomaba el baño.

¿Qué mucho más triunfo para la burguesía local y más derrota para su personalidad si se hubiesen contado sus devaneos? El fenómeno parecía paradójico y, no obstante, era natural. En el pueblo, la tienda de objetos de escritorio era al mismo tiempo librería y centro de subscripciones.